El hombre a la luz del nacimiento de Cristo

Artículo ya publicado en su día en Spero Press y tomado también en Catholic.net. Me piden que lo reedite. Pues ahí va. Espero que os guste.

El hombre a la luz del nacimiento de Cristo

Hasta el cristianismo, el pensamiento dominante en las diversas religiones relegaba al hombre a ser parte de un engranaje más grande, el denominado Pueblo de Dios. La relación con Dios se fundamentaba más en la comunidad que en el trato personal. Cuando Dios quería manifestarse al hombre, lo hacía a través de terceros y hacia una comunidad determinada. Sólo algunos elegidos hablaban con Dios cara a cara. El hombre era, además, un ser caído, que espera su redención. Como ser caído necesita de la comunidad para lograr su salvación y el concepto de responsabilidad individual queda así bastante relegado.

Es curioso, pero este efecto sólo ocurre en la esfera religiosa, dado que en lo referente a la vida social y civil, pueblos como el romano o el griego si habían deducido la responsabilidad y autonomía individual en su derecho y filosofía. En el concepto religioso, empero, seguían aún en un periodo anterior.

La llegada del cristianismo cambia totalmente la concepción del hombre y de su lugar en la Historia. De una concepción en la que los dioses o el mismo Dios son el centro, se pasa, a partir de la aceptación de nuestra naturaleza por el mismo Dios, a convertir al hombre, a cada hombre, en sujeto de la Historia.

Esa nueva concepción del hombre se manifiesta en que su dignidad queda aumentada debido a que ya es la misma naturaleza que Dios ha querido para Él. Sólo el hombre en toda la creación merece tal distinción (y esto se manifiesta en que dentro de cualquier ecología, el hombre debe ser el centro y no el entorno). Ya el Génesis lo había apuntado al afirmar que el hombre estaba hecho “a imagen y semejanza” del mismo Dios, pero quizá debido a su caída, las leyes y principios rectores no reconocían suficientemente la enorme dignidad del hombre así creado. Pero es con el nacimiento de Cristo cuando se cambia realmente hacia el concepto del hombre tal y como lo conocemos.

Desde San Pablo vemos como el hombre es ahora no “criatura de Dios”, sino “hijo de Dios” (“el espíritu que se nos ha dado que nos hace clamar: Abba, Padre”). De ahí comienzan a derivarse entonces el que nadie pueda tener a un hermano como esclavo, que no hay ya supremacía de razas: “no existe ni esclavo ni libre, ni judío ni griego, sino una sola raza de los hijos de Dios”.

Los teólogos, en su gran parte españoles, de la Reforma católica del siglo XVII darán más forma a esa nueva concepción, reconociendo unos derechos inherentes al hombre, por el hecho de ser hombre. Lo que en pleno siglo XX (¡veinte siglos le han hecho falta al mundo para reconocer lo que San Pablo ya afirmaba en el siglo I! ¡Cosas de la naturaleza caída!) se ha denominado los Derechos Universales del Hombre, son de una clara inspiración cristiana. Es el hecho de compartir la misma naturaleza de Dios lo que hace que la vida del hombre sea inviolable desde el mismo momento de su concepción hasta su muerte natural. El hecho de que tanto el hombre como la mujer hayan sido creados por Dios, compartiendo la misma naturaleza, el que Dios haya querido nacer de una mujer ha dignificado la condición de ésta hasta hacerla la criatura más excelsa creada (más que María sólo Dios). Nadie puede ejercer violencia sobre la mujer, ni negarle la dignidad que le es propia.

El hombre tiene derecho a relacionarse con su creador como lo estime oportuno, sin que su conciencia sea violentada. Dios es libre, nos hizo libres y libremente tomó nuestra naturaleza, ¿cómo no vamos a respetar la libertad de los otros? La inteligencia es un chispazo de la sabiduría de Dios, una luz que participa de la Luz que es Dios. El respeto al pensamiento del otro, la libertad de pensamiento, expresión, cátedra... son manifestaciones de esa inteligencia que busca la verdad y que está creada para la Verdad. El sexo es la participación necesaria en el poder creador de ese Dios que ha querido ligar su amor creador al amor entre un hombre y una mujer y a los actos que en un animal son instinto. Por eso la dignidad del amor entre un hombre y una mujer está por encima de la unión carnal ciega a la luz de la vida entre dos hombres o dos mujeres. Por eso esa unión no es humana, porque no es propia del hombre así querido.

Cristo vino a la Tierra a salvar al hombre, pero no como una totalidad, sino a cada hombre. Se ha dicho, con razón, que Dios sólo sabe contar hasta uno. Que cada hombre es único e irrepetible, que por un solo hombre Cristo hubiese venido a la Tierra a salvarlo. Es la parábola del hijo pródigo, que acertadamente el Siervo de Dios Juan Pablo II rebautizó como del Padre misericordioso, cuyo padre acude cada día al camino a buscarlo. Si Dios hace esto por mí, por cada hombre, ¿qué respeto, qué dignidad tan grande tiene el que a mi lado está? Si todo un Dios ha querido tomar la condición del hombre, ¿cuánto vale ahora el hombre?

Esto es lo que algunos, desconociendo de dónde vienen las palabras que tan solemnemente emplean, no terminan de entender cuando quieren sacar a Dios de la vida pública. Es Él el que hace que los derechos no sean una concesión del Estado sino anteriores a él. Esto es lo que nos diferencia de otras religiones (el Islam, por ejemplo). Dios no pide sumisión ante un poder absoluto, pide que lo amemos y para hacerlo más fácil, se hace Niño y ¿quién no ama a un niño desvalido? Dios no se impone, se propone y se deja hacer, porque confía en el hombre, ya que Él es hombre como nosotros.

Esto es lo que estos días celebramos: todo un Dios que ha querido hacerse como nosotros, para elevar al indigno más alto de lo que nunca soñó. Nos lo dijo ya San Agustín, “nos hiciste Señor para ti y nuestra alma estará inquieta hasta que descanse en ti”.

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