Liberalismo y cristianismo
Liberalismo y cristianismo, condenados a entenderse.
Por Miguel Angel Almela Martínez
El liberalismo en la Europa continental tuvo su origen en las diversas logias masónicas y tenían un claro componente laicista y antirreligioso. Los liberales que surgieron en la Ilustración vieron en la fe católica un enemigo a batir como configurador de la conciencia. Cierto es que a ello ayudaron mucho las propias autoridades eclesiásticas, uncidas de forma inseparable al poder autoritario del rey. De esta forma se vio que la caída del “rey por la gracia de Dios” debía venir acompañada de la pérdida de influencia de la Iglesia en el cuerpo social. Así, el liberalismo más radical abogó desde el principio por la desamortización, la prohibición de enseñar a las órdenes religiosas o por la expulsión de los jesuitas. La unión entre Corona y Mitra era tan fuerte que parecía lógico que los dos debieran caer para lograr que la libertad individual pudiese prosperar. Ofender al monarca era ofender al mismo Dios “de quien proviene toda autoridad”.
En cambio fue muy diferente el origen del liberalismo anglosajón, y sobre todo norteamericano. Allí, fueron los diversos puritanismos religiosos los que se enfrentaron al poder omnímodo de la monarquía, reclamando la libertad de conciencia y la libertad económica para las colonias que eran sistemáticamente oprimidas y consideradas de segundo nivel por parte de la Corona británica. Así, en EEUU se considera la religión como la base de la libertad, como garante de la independencia del individuo sobre el poder político. Así se entiende mejor la Declaración de Independencia donde se dice que 'Dios hizo a todos los hombres libres e iguales' y que es de la voluntad de los gobernados de donde surge la legitimidad del Gobierno y no de ninguna otra autoridad.
Esta forma de entender la libertad individual hace que puedan ser los grupos más profundamente religiosos aquellos que con más insistencia se empeñan en poner coto a la expansión del Gobierno en la sociedad americana. En cambio en Europa ha costado mucho más el llegar a convencernos de que la religión es uno de los pocos espacios de libertad a los que los gobiernos aún no pueden acceder por tratarse de una parcela de lo más íntimo de la conciencia. En España hemos tenido además el problema (disfunción dirán algunos) de una larga dictadura que unió su destino al de la Iglesia para legitimarse y una jerarquía católica que vio en Franco a un salvador de las hordas rojas que asesinaron sin piedad a religiosos y fieles en una persecución no conocida en España desde la época del emperador romano Diocleciano. No sería hasta el Concilio Vaticano II y la llegada, en el caso de España, de la democracia, que muchos dejaron de añorar una comunión específica con el poder político.
Si hubo un hecho que ayudó sobremanera a que liberalismo y cristianismo se unieran fue la llegada al pontificado en Roma de un obispo polaco que sería conocido como Juan Pablo II. Este Papa se opuso a todo tipo de totalitarismo durante su vida. Su país sufrió primero el nacionalsocialismo alemán y después el comunismo soviético. Los dos grandes totalitarismos del siglo XX tuvieron su asiento en Polonia. Juan Pablo II vio con una enorme claridad que la fe sólo puede desarrollarse en libertad. El cristiano necesita de la libertad para poder respirar su fe. Dios no quiere sumisión, quiere amor. Como Santa Teresa de Ávila decía, Jesús es un mendigo a la puerta de nuestro corazón, esperando a que le abramos la puerta.
Esa concepción del hombre como necesariamente libre (‘la libertad que Cristo nos ha ganado’ dirá San Pablo), se unirá a la concepción liberal americana con un presidente que fue deshaciendo el intervencionismo que desde Roosvelt venía impregnando la política americana. Ronald Reagan tenía claro que solamente un mundo en libertad puede traer la prosperidad a su propio país. Fueron aliados Juan Pablo II y Ronald Reagan casi sin quererlo. Ambos perseguían lo mismo –la derrota del totalitarismo comunista- aunque por razones quizá diferentes.
Hoy la amenaza totalitaria no es menor que entonces: el feminismo radical, la ideología de género, lo políticamente correcto que impregna el mensaje y el actuar político, un pensamiento único progre que hace que se den sucesos tan esperpénticos como la condena de un parlamento a la libertad de expresión del Papa en lo referente al SIDA (todo el mundo puede opinar hasta de los dogmas de la Iglesia, pero la Iglesia no puede opinar sobre los aspectos morales del actuar humano, ¿curioso?). Y de nuevo, ante la amenaza totalitaria, surge la unión del liberalismo y el cristianismo.
Pero no creo que sea una unión coyuntural: ambos se complementan y se apoyan mutuamente. El liberalismo aporta a la visión cristiana del hombre el sentido de la responsabilidad quizá olvidado en el camino de estos dos mil años. La Iglesia en ciertos momentos había pecado de una especie de comunitarismo del que no se ve libre aún. Pensemos en concepciones como la herética Teología de la liberación que pretende salvar al hombre mediante la lucha de clases, o en ese diluir la propia responsabilidad en la comunidad cristiana, olvidando aquello de que ‘de las piedras puede sacar Yahvé hijos de Abraham’. Pero también el cristianismo le aporta al liberalismo un fondo, sobretodo, moral que lo hace más humano.
Así surge la figura del liberal-cristiano que defiende valores como la responsabilidad individual, la solidaridad con los más débiles, la familia y la libertad de elección, un Estado pequeño que quede como garante de la igualdad ante la ley, mientras los servicios son prestados por empresas y particulares que responden ante cada uno de los ciudadanos. Este tipo de liberal apostará por el trabajo individual, por la libertad de elección, por poner cotos a la propia libertad ahí donde empieza la del otro (por eso se opone al aborto, porque la libertad del niño no es respetada). Un liberal que cree que existe algo más aparte de un beneficio económico, que ve a los demás no como recursos de una cadena de montaje o como agentes económicos sino que defiende la dignidad de cada hombre como creado a imagen de Dios, y, por eso mismo, sujeto del derecho a que todos le valoremos como tal. No existe dignidad más grande (ni nada que nos una más que el hecho de ser hermanos de un mismo Padre), y este liberal lo sabe, y por eso ve más allá de las estadísticas de rentabilidad económica. Pero también es un cristiano que no quiere ser sustituido por otras instancias en sus legítimos derechos y deberes. Abomina, tal es el caso, de palabras como comunidad, disciplina de partido o consenso (como si el pensamiento o la manera de resolver las cosas fuera única). Es un cristiano que está dispuesto a discutir de lo que se desee en la plaza pública sin poner de escudo a la Iglesia, con la palabra y la razón como únicas armas. Está convencido de que libertad y fe van intrínsecamente unidas y de que la segunda no se puede dar sin la primera. Y cree tanto en la libertad y la responsabilidad individual que coincide con los liberales clásicos en sospechar del Estado, en considerar los impuestos –fuera de unos servicios mínimos que no puede prestar un particular por ser gravosos- como un robo legal: en creer en el principio de subsidiariedad como motor de la vida social. Así, se convierte en un anarquista práctico: no al Estado benefactor (lo llaman Estado del Bienestar, pero no del Bienser, eso es lo que nos preocupa el hombre), que todo lo aborda y que no deja margen para la iniciativa privada, para que nos equivoquemos. Se trata de un Estado que en nuestro nombre nos guía de ‘la cuna a la tumba’. Pero tampoco cree en que sean otras instancias diferentes de la propia conciencia la que nos guíe: no cree en más líder que uno mismo… un revolucionario, sin duda.
Esta concepción política tiene tantos matices como seguidores. Si creemos en la libertad y la responsabilidad para resolver los problemas públicos, y si creemos en el hombre como capaz de conocer la verdad, ¿puede sorprendernos el que existan diversas maneras de afrontar un problema? Como cree en la libertad es incapaz de imponer una visión a toda la sociedad, sólo aspira a llamar a las inteligencias para que se planteen las mismas preguntas. Cree que el hombre puede llegar a la verdad, que la palabra sirve para analizar la realidad y no para arrojarla a la cara del otro.
Es este un simple esbozo de toda una doctrina política, y moral, que va mucho más allá de una simple confluencia de intereses ante un adversario común (el totalitarismo progre), sino que es algo mucho más profundo y duradero: la creencia en una visión del hombre basada en la libertad y en la dignidad humana que nadie puede arrebatarnos
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