Las redes P2P no son delito

Así lo ha estipulado un juzgado de Barcelona que ha desestimado la demanda que la Sociedad General de Autores (SGAE) había interpuesto contra el propietario del El rincón de Jesús por tener almacenados links que remitían a la red P2P eMule. El juez considera que la razón de ser de internet está en el intercambio de archivos entre particulares, que no existe ánimo de lucro, que el demandado no almacena en su página ninguna obra protegida y que lo que hace es lo mismo que harían buscadores como Google (recoger referencias a otras páginas), o que la SGAE no ha identificado qué obras almacena y distribuye el demandado de forma directa de forma indiscriminada. La sentencia afirma que las redes P2P no son intercambio entre particulares, que no puede afirmarse que haya una distribución masiva, ya que no se sabe qué obras y en qué cantidad de usuarios han sido descargadas... Por lo que, de haber delito, es imposible saber en qué cuantía.

El juzgado número 7 de Barcelona defiende así lo que aquí hemos defendido ya: el intercambio de obras entre particulares no es un delito. Del mismo modo que si yo presto un libro a mi padre o a un amigo no puede deducirse un delito contra la propiedad intelectual, o si compro el periódico y lo leemos cuatro en mi casa no debo pagar por cada lectura, si ese préstamo se realiza mediante una transferencia de un fichero (¿qué diferencia existe entre ese modo de envío o coger el libro y enviarlo por correo ordinario?), tampoco debe existir delito. Mientras yo no obtenga de esa transferencia un lucro, hablamos de copia privada y del préstamo de mi copia sin uso comercial. Además, como indica el juez, el que la descarga (imposible averiguar quién) puede borrarla en el plazo legal establecido... o sea, que intentar limitar esto es un contradios.

Parece evidente que la llegada de internet, la posibilidad de transferir ficheros electrónicos sin límite técnico (no olvidemos que la red P2P es legal, ya que no puedes limitar el que yo transfiera mis fotos por ese medio a otros), obliga a replantearse el modelo de negocio sobre el que se sustenta la cultura en el último siglo y medio. Del mismo modo que el final del mecenazgo supuso la necesidad por parte del artista de adaptarse a una nueva forma de vida y de creación (no necesariamente peor), el final de los habituales canales de distribución deberá llevar al artista a cambiar de nuevo. Los privilegios que aquí se defienden son los de las distribuidoras y no de los artistas.

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